Diálogos surrealistas II: taxidermia
Yo: ¿Relleno la botella?
Mariluz: Tengo una llena
Yo: ¿Tienes una hiena?
Mariluz: Sí.
Yo: ¿¿Una hiena disecada??
Mariluz: ¡No!
Manu: Yo tengo una raya disecada
Natalia: ¿¿Que tienes una rata??
También oído ayer:
Puedo hacer lo que quiera, puedo hacer una esfera... y viajar en su interior y llegar a las estrellas
Yo: ¿Relleno la botella?
Mariluz: Tengo una llena
Yo: ¿Tienes una hiena?
Mariluz: Sí.
Yo: ¿¿Una hiena disecada??
Mariluz: ¡No!
Manu: Yo tengo una raya disecada
Natalia: ¿¿Que tienes una rata??
También oído ayer:

Una melodía sugerente, delicada, sensual, caprichosa que me sopla en el oído, se instala plácidamente en mi mente y reclama una continua atención, la dedicación que sabe merecerse.
Hacía mucho tiempo que algo no me impresionaba tanto como esta película. Parece mentira que sólo dure una hora y media. La música (Clint Mansell y Kronos Quartet) es increíble, se repite incesantemente en servicio de un montaje ágil, casi vertiginoso.






De pronto aparece. Es como un hormigueo que ocupa la parte inferior del hueco donde se posa el corazón y que después se extiende hasta la boca del estómago como unas cosquillas siniestras. O tal vez al revés. Veo sólo una espalda, un océano, un avión, un fajo de billetes, una nuca, unos auriculares, una poderosa sonrisa, un mapa del mundo, un centenar de libros, unas manos, una ciudad infinita, tal vez... no veo más.
En los momentos en los que más necesito descansar, mi cuerpo se rebela y se tensa para no dejarme conciliar el sueño. Gustosamente atendería a sus reivindicaciones si supiera en qué consisten. Se obceca tanto que ni ovejitas, ni la mente en blanco, ni los ejercicios de relajación. Me quedo mirando el techo y dando vueltas como si fuera las agujas de un reloj: boca arriba, a la izquierda, boca abajo, a la derecha y de nuevo boca arriba. Y ya ha pasado otra hora.
Me pregunto en qué momento y de qué manera hay cosas que cambian para siempre, de manera irremediable. Cosas que nunca vuelven a ser igual. Por qué en un momento decidí que la leche fría me gustaba más y nunca volví a calentármela. O por qué llegó el día en que ya no quería que me rascaran la espalda, sino que prefería que me la acariciaran con la yema de los dedos.