Estas Navidades pasarán a la historia de mi vida como aquellas fechas en las que dije un rotundo y definitivo "no" a mi familia.
¡Joder!
Puedo hacer lo que quiera, puedo hacer una esfera... y viajar en su interior y llegar a las estrellas
Estas Navidades pasarán a la historia de mi vida como aquellas fechas en las que dije un rotundo y definitivo "no" a mi familia.
Vámonos a tomar algo a una cafetería que tenga mesas de mármol y sillas de madera, tapizadas en rojo. Pide un zumo de melocotón, aunque sólo sea para que me ría. Si el camarero me deja tocar su viejo piano, voy a intentar enamorarte (o desenamorarte, lo que tú me pidas) con la canción que hace mucho aprendí a tocar. Y yo también te voy a pedir una cosa. O unas cuantas. Te voy a pedir que estas Navidades, si no es muy cara, antes de que me vaya, me regales una anestesia. Una anestesia que me cure de nostalgias y, sobre todo, de las luces de los semáforos: verde, ámbar, rojo. Mi favorita es el ámbar, ni sí, ni no, como tú y como yo. Aunque las tres duelen por igual.
A veces creo que lo que más me gustaría del mundo sería reemplazar así, como quien no quiere la cosa, al narrador omnisciente de mi vida. Ojalá pudiera ser un ojo todopoderoso que todo lo ve y todo lo siente; que conociera al dedillo lo que significan cada una de mis expresiones, que supiera interpretar cada uno de mis silencios y que estuviera al corriente de si lo que estaba sintiendo ayer a la hora del té era amor/pena/nostalgia/celos/rabia/ternura/deseo/esperanza/
Huele a despedida. Es un olor casi imperceptible, pero capaz de impregnar las muros y de pintar los techos desconchados de ésta, mi nueva casa. Este hedor suave pesa en el ánimo, no como un castigo, pero sí como una pequeña condena que acompaña cada uno de los pasos que hoy doy a tientas por esta ciudad que, cuando quiere (o cuando se lo pides), sabe cómo ser la ciudad más triste y gris del mundo.
Oído hace poco:
Te prometo que alguna otra vez volveremos a Berlín. Te cogeré la mano debajo de la Puerta de Brandemburgo, para que veas lo fea que es comparada con la que una vez tú dibujaste en la mesa del instituto. Y discutiremos (sí, discutiremos) como discutí yo este verano sobre si el que la bandera de un país tenga el color negro es un mal o un buen presagio; sobre si habríamos de augurarle por ello un glorioso o un miserable porvenir.
Aunque el sábado me pase la tarde en una conferencia sobre los sin tierra, la derrota es completa y traiciono mis principios una y otra vez bebiendo Coca Cola y comiendo hamburguesas del McDonald's a la sombra de mil rascacielos.