jueves, diciembre 16, 2004

Olor a despedida

Huele a despedida. Es un olor casi imperceptible, pero capaz de impregnar las muros y de pintar los techos desconchados de ésta, mi nueva casa. Este hedor suave pesa en el ánimo, no como un castigo, pero sí como una pequeña condena que acompaña cada uno de los pasos que hoy doy a tientas por esta ciudad que, cuando quiere (o cuando se lo pides), sabe cómo ser la ciudad más triste y gris del mundo.

Huele a despedida, a ausencia leve y descarnada. A nostalgia y melancolía de todo a cien. El tufo lleva intuyéndose desde hace ya algunos días en los que su sombra invisible se fue hinchando hasta convertirse en el ligero compresor de almas que es hoy. Y aún así, huele tanto, tanto, tanto, que yo me escapo de este cuarto en el que tantas veces quise estar sola.

Huele a despedida; de ello se han encargado unas chanclas verdes en el suelo, una lámpara que alguna vez alguien vendió a muy buen precio, la taza del desayuno, la misma botella de zumo en la nevera, un cepillo de dientes mil veces usado y, como siempre, una mandarina y una manzana pululando por encima de una mesa ya vacía. No más Platon ni Madame Bovary. Y en la pared, antes recubierta de dibujos, artículos de un periódico canadiense, mariquitas, postales y sonrisas de otros recuerdos anteriores a estos, nada. No queda nada. Sólo otro mapa de París.

Huele a despedida. Y más que va a oler...


Radio, play my favourite song: Comptine d’été nº 2. Yann Tiersen.

|