lunes, febrero 28, 2005

Fuites

Siempre huí de su cuarto de baño: pegatinas con aire de simpatía desfasada sobre el polvo del espejo, el maquillaje que no le dio tiempo de seguir utilizando y la bombilla amarillenta, empapando de luz una felicidad anclada en un ayer remoto que no valía la pena recrear. El que la más estúpida cosa, comprada en el Todo a cien de la esquina al volver de ir a buscar al kiosco un triste periódico provinciano, constituyera la máxima alegría del día desprendía una lástima y una repulsión desgarradoras que se confirmaban cuando la vista se posaba sobre las cortinas de la ducha. Tierno y devastador. Yo solía pasar algunos días en su gran casa, situada en una de las arterias de su ciudad, podrida de olor rancio y viejo, donde en cada pared había humedades silenciosas y manchas pretéritas.

Todas las estanterías estaban repletas de colecciones inacabadas, de miniaturas patéticas que trataban de rellenar, como gritos del pasado, el hueco que dejó el corazón de Paul Newman el día que se rompió en el descansillo. Ni siquiera los médicos tuvieron tiempo de arreglarlo cosiéndole unos remiendos desgastados de color a fotografías viejas: aquel verano en la piscina de la hípica, los jerseys de color rojo, el día de la primera comunión, delante de un templo Buda en Hong Kong, en el banquete de nuestra boda, tu brazo por encima de mi hombro... y nosotros que nos las prometíamos tan felices...

Ahora, en mi casa, su cepillo de dientes violeta, aunque recién estrenado, sigue tan viejo como todas las cosas que han salido de su cuarto de baño, donde el tiempo pareció detenerse el día que aquella gitana supo que con la camisa de flores que llevaba estrenaba en realidad su luto particular. Yo aún sigo huyendo de las historias que no quiero oír.


Radio, play my favourite song: I know who you are but what am I? Mogwai.

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